Si alguien ha cometido la locura de coger de su biblioteca el libro Historia y conciencia de clase de Luckás, le conminamos a que lo aparte, como en cocina; metáfora nunca mejor traída para el caso que nos ocupa.

Sí, el caso con la que E. han decidido ocuparnos la consciencia en este verano del año 2023, el caso con el que nos desayunamos y nos acostamos; el caso con el que nos espantamos como si fuéramos un oyente de un cuento recopilado por los hermanos Grimm en el siglo XIX, y que como todos sabemos, eran demasiado terroríficos como para no amabilizarlos y convertirlos en un producto de consumo infantil, y aún así, algunos rozan niveles de crueldad tales que espantarían al pederasta más pintado de este siglo y de la segunda mitad del anterior.

Y ahora sí, una vez que hemos espantado a los curiosos moscones con citas procedentes de una bibliografía obsoleta y con reflexiones que vienen o no al caso, vayamos al grano.

O no.

Y sigo así.

¿A quién no le ha tocado un pesado, -a o -e en BlablaCar que no solamente se tira pedos calientes y silenciosos que se funden con el calor del culo del blando estoico sofá del coche sino que además te suelta una pestilente chapa sobre las bondades de la programación neuronal y sobre la libertad financiera?

Quieren estos nuevos marcos de pensamiento hacernos pensar que vivimos en una estructura económica lo suficientemente libre como para mandar a tomar por cuá el trabajo por dinero e cambiarlo, de la noche a la mañana, por el trabajo por vocación, y que además, para más INRI, ganarás el suficiente dinero desde el día uno como para poder seguir pagando la hipoteca, la energía, la comida, los libros de texto de tus niños e incluso, las vacaciones sin tener que financiarlas.

Y para ejemplificar que se puede y que es un hecho empírico ponen como ejemplo a un montón de gente que por Instagram ya ha dejado de ser clase asalariada para formar parte de lo que se llama la clase ociosa. Sí, esa clase social que se va a Tailandia entre uno y seis meses al año, y allí camina en chanclas y vive de su vocación, medita por las mañanas, va a la fiestas de la playa, y lo pasa chévere, mientras a ti te toca madrugar como un esclavo todos los días de tu vida hasta que te jubiles a los 72 años, según el padre y los amiguetes del neoliberal ese que habla tan bien inglés y cuya mente bien podría hacer mapping con la de Esperanza Aguirre si no fuera porque luchan encarnizadamente por el mismo cuerpo electoral.

Y como el siglo XXI es el siglo de la apariencia, donde aparentar es el ser y el estar al mismo tiempo, mientras que el verdadero ser se esconde bajo la alfombra y pertenece a la realidad real, y al mismo tiempo que el parecer, que tiene más valor, porque es el que se monetiza, es el del la realidad virtual, y es el que importa realmente a ojos de la aldea global.

Y he aquí que tenemos a un actor de la nueva normalidad, el pobre de D., una víctima más del sistema, del viejo y de ese nuevo paradigma, que dice ser nuevo, para escapar del esclavismo tradicional, pero que para mantenerlo hay que ensuciarse las manos y algo más en el mundo real. Porque si no, no hay tu tía.

Y es que si no has nacido en el lado bueno del capitalismo, al que pertenece ese 1%, acompañado de ese 20% que le ayuda a sostenerse en la cima a cambio de grandes primas, si no estás dentro de la piscina, entonces estás fuera, y ahí fuera, hace mucho mucho mucho frío.

Y ahí afuera, el dinero se gana con sangre, sudor y lágrimas. Y ahí fuera, cuanto más rápido y más cantidad quieras ganar, más deberás corromper el sagrado templo de tu alma, la pureza de tu corazón, la paz de tu mente y la salud de tu cuerpo.

Y una vez más, es D. casi ya un arquetipo de todo lo que estamos hablando. Un neo hippy que aparenta tener empresas, libertad financiera, ser el dueño de su destino; un chaval que solamente quería escapar de la explotación, de la presión de las altas cocinas, y de las bajas, porque ambas tienen presión igual y son causas de infelicidad si están sujetas a la ley del máximo beneficio.

D., nuestro D., D. de España, aquel al que los medios de comunicación españoles están tratando con condescendencia, al borde de crear un conflicto diplomático, según los Youtubers de LATAM, que se quejan de la forma de invisibilizar a la verdadera víctima, que quizás por ser como muchos españoles los llaman con sorna y con aire de superioridad clasista, panchitos, pues parece a ojos de ellos, que es un ciudadano global de segunda categoría, ya que no inspira ni el miedo, ni el respeto inconsciente que levanta un europeo del Norte o un norte americano, porque los españoles, a pesar de ser un país PIG, a pesar de que cuando van a Londres algunos ingleses de clase obrera que ni han pasado por la universidad les miran por encima del hombro por no pronunciar de forma aspirada las oclusivas velares de la palabra cucumber, son también racistas. Y si no, a la vista está.

Y sí, parece D. un niño pijo que ha cometido una travesura y se ha comido un marrón, que a ver cómo sale ahora de él. Cómo salimos todos los españoles. Porque él, que quiso estar por encima del sistema, que razonó de forma lógica que mejor ser explotado sexualmente un día que ser explotado laboralmente hasta los 72 años, y así, aparentar ser libre, y vivir en una isla paradisíaca, como si la utopía ya hubiera llegado, y nadie solo él y unos cuantos, de la clase ociosa, se han dado cuenta y no han tenido que derramar ni una sola gota de sangre para hacer esta revolución. Pero eso es lo que parece. Porque en la realidad, al final, sí que ha tenido que derramar sangre. Y mucha.

D. nos enseña una vez más que el sí se puede en realidad es un NO, no se puede, sin tener que vender una parte al diablo.

Y al final, ha pasado lo que tenía que pasar. Que la naturaleza humana es rebelde, y cuando la someten, tarde o temprano explota como una olla express. Y sí, es D. un revolucionario, en términos de Zizek, con perdón de Zizek, porque su propia naturaleza se ha rebelado inconscientemente contra una condición de esclavitud sexual, porque, ojo, aunque hay dinero de por medio, sigue siendo esclavitud, porque no hay dinero en el mundo que pueda tapar la consciencia de estar follando, un acto sagrado en todas las culturas, con asco, sin amor, sin deseo, sin alimento para el alma, sino todo lo contrario. Cada acción, cada movimiento, cada palabra tenían que ser, como lo son en todas las prostituciones laborales, una pala de mierda en toda la boca, mierda que masticar durante veinte segundos, mierda que necesita de una consciencia atontada con drogas o antidepresivos (o sea, más drogas) para no despertar, para seguir en ese letargo hasta que nos jubilemos o hasta que estiremos la pata en el curro de viejos, por no haber llegado hasta los 72 años gritando arriba España o viva el mal, viva el capital.

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