NO ME ANDARÉ con rodeos: soy escritor y asesino. Debido a mi corta imaginación, me veo obligado a llevar a cabo los más escabrosos asesinatos. Sin ir más lejos, ahora mismo estoy probando una nueva técnica con la que, seguro, mis fans se volverán locos. Primero cazamos a la víctima y le cortamos un buen número de tiras de piel. En rombos medianos, preferiblemente. Una vez arrancadas las tiras, estas deben ser colocadas de nuevo sobre la piel en carne viva para que su tejido muera y poder conseguir así el efecto deseado: putrefacción suprema. A continuación, se mete a la víctima, inconsciente y maniatada, en un ataúd de cristal. Antes de cerrar, se vuelca un bote de moscas comunes en su interior. Allí, las larvas de gusanos de mosca devorarán el tejido muerto, además de aplicarse concienzudamente en el resto de sus quehaceres. En el pasado, probé una variante de este método sin mucho éxito. Consistía en inmovilizar los cuerpos y mantenerlos vivos con suero. Definitivamente, no recomiendo esta posibilidad. La carne, en lugar de pudrirse, se llena de desagradables pústulas, que nada tienen que ver con el resultado que queremos llegar a conseguir. Insisto en que las moscas son más recomendables. Según mi experiencia, tres días bastarán para que las moscas hagan su trabajo. Después, hay que abrir el ataúd, cortar las sogas de las manos (la víctima ya llevará unos dos días consciente) y, poco a poco, se erguirá ante tus ojos lo más parecido a un zombi que haya creado jamás el ser humano. Sí, zombis, los protagonistas de mi próximo relato. Y, ahora, ya, por si algún fan me está escuchando, os contaré cómo elijo a mis víctimas.